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Tu hijo, tu espejo

Publicado: 21 de Diciembre 2019
Vida de mamá
Foto: IG @chasingthesummerfields
Foto: IG @chasingthesummerfields

Hace unos años fui a observar a mi hija de 5 años al kínder y la maestra le pidió que ayudara a sus compañeros por un rato. Yo, educadora a fin de cuentas, vi encantada cómo les hablaba a sus amigos con una voz que reconocía parecida a la mía.

 

 

Mi pecho se llenó de orgullo: “ésa es MI hija”, pensé. El problema es que lo mismo sucedió cuando un tiempo después llegó mi pequeña desconsolada a mi casa porque no la habían invitado a la fiesta de una de sus compañeritas. De inmediato, mi mente me llevó al dolor y la confusión que había sentido yo muchos años atrás cuando en mi adolescencia fui excluida de una reunión organizada por mis amigas. En el momento que la escuché llorando, no importó que mi hija tenía 5 años y mi propia experiencia había sido a los 14, ni que no eran las mismas amigas ni las mismas circunstancias.

 

 

En mi cabeza de inmediato se activó una voz apanicada que gritaba “!Por favor, a ella no! Es horrible sentirse así, trae muchos problemas a largo plazo”.

 

 

A partir de ese día, empecé a darle enorme importancia al tema de las amigas, un tema que antes casi no mencionaba. Invadía a mi hija con preguntas: con quién se había sentado, jugado y platicado, así como sobre el manejo de su maestra cuando la molestaban o excluían. Poco a poco los reportes de problemas con las amiguitas empezaron a crecer. 

 

 

Hoy no puedo saber si estas situaciones se hubieran dado sin mi intervención o si yo puse en mi hija la carga de creer que las relaciones sociales podían ser difíciles y dolorosas.  Muchos años después, pude soltar y entender que la historia de mi hija no era la mía y que no tenía por qué repetirse en ella. Finalmente, yo no soy mi mamá, mi esposo no es mi papá, pero sobre todo ella no es una extensión de mí, sino un individuo separado. 

 

 

La relación con los hijos es curiosa, pues es la única relación humana que sabemos que está siendo exitosa en la medida en que cada vez exista más distancia entre ellos y nosotros. En el momento en que se corta el cordón umbilical el bebé deja de ser uno con mamá y se convierte en un individuo con un camino propio.

 

 

El problema es que entender esto es uno de los retos más difíciles de ser mamá. Mis hijas no son mi extensión. Tampoco son mi proyecto para hacerme sentir orgullosa, cumplir mis sueños frustrados o ganarme la aprobación de mis padres. 

 

 

El problema de ver a nuestros hijos como extensiones de nosotros mismos tiene varias facetas: 

 

 

La primera es que al considerar que nuestros hijos viven experiencias que nosotros vivimos como dolorosas nos invade un enorme miedo. El miedo paraliza y evita que utilicemos la información de nuestro entorno para tomar acciones y decisiones racionales. Quizá en la situación de la fiesta a la que no habían invitado a mis hijas, idealmente podría haberla acompañado a entender que la frustración y la exclusión son parte de la vida y aunque dolorosas son pasajeras. Esta lección era en definitiva mucho más valiosa que la lección que generó el miedo: ser excluido es terrible y debe ser evitado y castigado. Por otro lado, cuando nos proyectamos en nuestros hijos les limitamos la posibilidad de explorar y entender su mundo, limitándolos a nuestras creencias, nuestros miedos y nuestras percepciones. 

 

 

Finalmente, y quizás lo más preocupante, cuando sentimos que nuestros hijos están repitiendo actitudes o errores que identificamos en nosotros mismos y que nos han generado dolor o problemas respondemos con un fuerte rechazo ante ellos. Mi pequeño espejo cuando tenía actitudes que yo percibía que le podían generar rechazo porque me lo habían generado a mí recibía respuestas muy poco amorosas de mi parte. Esta respuesta era en realidad un acto de amor desviado, un profundo miedo a que viviera lo que viví, a que le doliera como me dolió. 

 

 

Mi hija es así mi gran maestra: me señaló el camino para reencontrar y finalmente estar en paz con mis propios fantasmas y no heredarlos, y a la vez me señaló que mi labor como mamá no era modelarla ni controlarla.

 

 

Más bien, me tocaba, a partir de aquel momento en que se cortó el cordón,  guiarla, tenderle la mano cuando se cae, disfrutar con ella del viaje pero sobre todo permitirle escribir su propia historia.

 

 

 

 

Por Karen Zaltzman para Naran Xadul

 

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