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Los gritos NO funcionan. 5 tácticas para usar en su lugar

Publicado: 5 de Febrero 2018
Crianza
Foto: IG @lamamadelbebe
Foto: IG @lamamadelbebe

Yo soy de esa generación en la que no llegábamos a los gritos, pues una mirada era suficiente para que nos quedáramos quietecitos y sin hablar.

Para mí no había gritos, sino chasquidos de dedos (debo reconocer que aún ahora, cuando escucho ese sonido, busco la “mirada 47 recortada” de mi mamá), es por eso que yo me juré que jamás, jamás, le gritaría a mis hijos.

Y como más pronto cae un hablador que un cojo, al poco tiempo de que mi niña empezó a caminar, me descubrí gritando. 

Si yo le pedía que bajara el volumen, ella lo subía. Si le pedía que dejara de hacer ruido, a ella le daban más ganas de tocar el xilófono; si se trataba de que dejara de sonar la boca al comer o se sentara o se pusiera el cinturón de seguridad o lo que sea que en ese momento estuviera poniendo a prueba mis nervios, ella hacía exactamente lo contrario. ¡Para matarse!

Entonces, cuando estaba a punto de darme en adopción porque estaba segura de ser la peor mamá del mundo, un día descubrí el Orange Rhino Challenge y decidí que si esa mamá de 4 podía dejar de gritar, entonces  yo también.

Estos son “Los cinco sofocadores del grito”, que hoy comparto contigo:

1. Respira

Ya sé, suena más fácil de lo que es en realidad. Las primeras veces yo casi me mato, pero debo reconocer que luego de un tiempo lo logras y se siente muy bien. El chiste está en que, cuando empiezas a sentir esa marea infernal subiéndote por la panza, hagas como que estás en labor de parto y llenes tus pulmones de aire para luego soltarlo des-pa-ci-to. A mí me funciona cerrar los ojos y pensar en algo verde, pero cada quien tendrá su lugar feliz, así que siéntete libre de pensar en lo que más te tranquilice.  Te juro, luego de tres respiraciones, se te quitan las ganas de gritar.

2. Busca un reemplazo físico

No sé si yo sea la única rara, pero cuando me llegan las ganas de gritar, éstas vienen acompañadas de tensión en las manos y en la mandíbula, así que para liberarla (lo que antes hacía gritando como una loca) ahora aprieto cosas. Lo primero fue una pelotita anti estrés, pero como me hacía mucho bulto en el pantalón la fui reemplazando por un poco de slime; la sensación de poder descargar ahí mi estrés les juro que me quita la necesidad de soltar el grito. Pruébenlo, no se arrepentirán.

3. Ha-bla-len-to

Ya sé, ya sé, estás pensando “¿cómo rayos esta loca espera que hable lento si lo que quiero es aventarme por la ventana?”, pero sí. Al final, cuando gritamos, los niños se alteran y la verdad es que la mitad de las cosas no las entienden. Para ellos sólo estás histerizando, gritas, sacas toda tu frustración y los niños no entienden qué es lo que te puso tan mal. ¿Por qué? Pues simplemente porque no se los explicamos. Si ocupamos nuestras palabras de forma clara, sencilla y pausada, el comportamiento negativo cambiará, porque ellos habrán entendido qué es lo que nos hizo montar en pantera.

4. Retírate

Ésta es, quizá, la técnica que más usaba al principio y la que, con el tiempo,  fue cayendo en desuso (a excepción de las crisis extremas). Y es que sí, soy honesta a veces no podía soportarlo, me daban hasta ganas de llorar del coraje, y entonces descubrí que era mejor irme dos minutos antes que gritar como una loca.

Al principio, claro, sentía que mi hija “me ganaba”, pero luego descubrí que era mejor mostrarle que uno puede retirarse antes de hacer tonterías, que hacer tonterías y luego retirarse.

5. Renuncia

(No, no se trata de que abandones a tus hijos en la esquina, calma. Sigue leyendo.)

Un día, en un restaurante, me di cuenta de por qué sentía ganas de gritarle a mi hija: ella estaba haciendo ruido con el tenedor sobre el plato. Honestamente me ponía de malas, me daba vergüenza, sentía que todos me veían y me juzgaban… entonces supe que la que estaba mal no era mi hija, sino yo.

Descubrí que la mayoría de las veces le gritaba a mi hija porque “no hacía lo que todos decían que era correcto” y entonces decidí que, aunque me costara un ovario, iba a renunciar a la aprobación de los demás, ¡porque los gritos no eran por mí, sino por lo que iba a pensar la gente de mí! A partir de ese día (poquito a poquito) dejó de importarme lo que pensaban los demás y empecé a disfrutar a mi niña que se ríe, que juega, que habla alto, que quiere contarme su día, y mágicamente, los gritos fueron bajando.

Ahora, los gritos en casa sólo llegan cuando hay algo que nos puede poner en riesgo, o cuando corremos lejos la una de la otra, cuando hay que jugar “el suelo es lava” o alguna cosa por el estilo, porque al final, me di cuenta de que mi niña no va a volver a ser niña jamás, y si hoy la enseñaba a reaccionar al miedo, sería una mujer temerosa siempre, y eso… eso jamás lo permitiré.

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