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Intercambio de patas

Publicado: 19 de Diciembre 2018
Todas las edades
Foto: Naran Xadul
Foto: Naran Xadul

Una zorra y un alce que compartían amistosamente el mismo territorio, se encontraron un buen día y se entretuvieron conversando. --¿Qué hay de nuevo, amigo? –preguntó la zorra

--Te contaré lo que me sucedió ayer.  Cuando me iba persiguiendo un cazador, se me engancharon los cuernos en las ramas de un árbol; intenté zafarme, pero mis patas largas y flacas no me ayudaron. En el último momento, conseguí escabullirme… puedes imaginar lo mal que lo pasé. ¿Y a ti, qué tal te va? –preguntó el alce. –No muy bien, la verdad. Los cazadores también me acechan, y eso de tener patas tan cortas y la cabeza siempre tan cerca del suelo no me ayuda cuando tengo que huir.

Ojalá pudiera mirar por encima de las hierbas altas y de los arbustos, me sentiría más segura. Oye, se me está ocurriendo una idea: ¿y si intercambiáramos nuestras patas? --¡Me encantaría! Yo sería mucho más ágil y pasaría más desapercibido… --respondió el alce. Y así, como lo acordaron, lo hicieron. Con sus nuevas y largas patas la zorra miraba muy lejos a su alrededor y se sentía dichosa.

En su primera oportunidad, corrió veloz para atrapar una gallina, que se escondió en un gallinero. La zorra metió entonces su pata por la rendija de los tablones del gallinero para echarle la garra a la gallina.

Pero, desafortunadamente, la pata del alce terminaba en una pezuña sin uñas y la zorra no pudo cazar ni un polluelo. --¡Ay, pobre de mí! ¡Con mis afiladas garras podría al menos haber atrapado un pollito! ¿Qué haré ahora? –se dijo. El alce, mientras tanto, se veía tan bajito con las patas de zorra que podía esconderse entre la hierba.

--¡Qué suerte! –pensaba encantado--. Ahora, nadie me verá de lejos. Y empezó a caminar con sus patas de zorra casi a ras de suelo. Pronto, se encontró cansado y con hambre. Levantó la cabeza, como siempre, para alimentarse con los brotes de las ramas de los árboles, pero no los alcanzó. Intentó saltar, pero todo fue inútil. --¡Tan altas y tan recias que eran mis patas…! –suspiró y rompió a llorar--. Con éstas, moriré de hambre…

Llorando estaba, cuando escuchó que alguien corría a toda velocidad, pisoteando hojas y partiendo ramas. Asustado por el ruido, quiso escapar, pero con esas patas de zorra, tropezaba y se caía continuamente. Finalmente, lleno de miedo, cerró los ojos esperando lo peor. --¡Eh, amigo! –llamó la zorra--, soy yo la que arma tanto barullo, ¿dónde estás que no te veo? --¡Aquí, aquí! –contestó el alce casi pegado al suelo.

--Mira, vecino, con estas patas tuyas quise atrapar una gallina. Al acercarme al gallinero, con las pezuñas hice mucho ruido y la gallina se asustó; después, me fue imposible atraparla metiendo la pata por una rendija… ¡Qué desastre! –confesó la zorra. –También, tus patas son una calamidad –contestó el alce--; son cortas y débiles, no alcanzo ni los brotes más bajos para alimentarme… ¿Por qué no volvemos a cambiarlas, vecina?

Recuperada su figura original, los animales se sintieron satisfechos. Con sus pezuñas de siempre, el alce golpeó contra el suelo. La zorra, en tanto, emprendió la carrera: sus patas eran flexibles, sus garras afiladas y podía caminar sin que la oyeran. Zorra y alce aprendieron que la naturaleza es sabia y existe un orden natural en las cosas y en los seres que hay que saber apreciar. Y desde entonces, nunca ningún animal ha vuelto a desear intercambiar sus patas con otro.

 

Por: Silvia Dubovoy

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